19 de febrero de 2007

Saramago y Ricardo Reis

O Ano da Morte de Ricardo Reis (1984), de José Saramago, narra el regreso a Lisboa de Ricardo Reis, heterónimo de Pessoa, médico y poeta, tras dieciséis años de exilio voluntario en Brasil. Hospedado en el Hotel Bragança (y más tarde en un piso alquilado en el Alto de Santa Catarina), su último año de vida en Lisboa (1936) transcurre entre un amor físico y desigual con la criada Lídia, una pasión imposible con Marcenda (joven rica de Coimbra, lisiada del brazo izquierdo) y con una amistad fantasmal con Fernando Pessoa.
Me parece una novela que empieza y acaba bien (aunque con dos frases lapidarias), que se sustenta en una buena idea original, y que cuenta con un personaje, el solitario Reis (ficción sobre ficción), bien construido y completamente ajeno al tiempo que le ha tocado vivir. El sabio aprovechamiento de materiales que Saramago hace de la literatura portuguesa hace mucho en favor del texto: ahí están las huellas de la poesía de Fernando Pessoa (la propia o la escrita bajo firma de su heterónimo Ricardo Reis) que salpica, hecha prosa, toda la novela. También los propios nombres de los personajes femeninos Marcenda y Lídia provienen de las odas de R. Reis. Por su parte, Camões es más que la estatua (el “D’Artagnan”) de la plaza: también hay versos suyos espigados por las páginas del libro. En la novela se recrean rincones de Lisboa de especial encanto, y, aunque evidentemente la ambientación corresponde a un tiempo pasado, la figura del Adamastor, la Rua do Alecrim o la Praça Camões no han cambiado tanto (botellón aparte en lo que respecta al mirador del Alto de Santa Catarina…).
Sin embargo, la prosa de Saramago resulta en ocasiones un tanto pesada; el lenguaje de la novela tiene momentos líricos bien logrados, pero a menudo cae en descripciones morosas y en digresiones no siempre hábiles. En cuanto a la hilación de la historia con la Historia, se establece mediante algunos lugares comunes y toda una retahíla de eventos sacados de hemeroteca diseminados por el relato. El mayor reparo, con todo, lo encuentro en el narrador: poco distinguible del propio autor, es omnipresente, incluso en exceso, y en ocasiones supone hasta un estorbo para el disfrute de la lectura. Como en anteriores lecturas de Saramago (La balsa de piedra y Todos los nombres, leídos hace años en traducción española), el placer del texto y las buenas ideas del autor se enturbian con el lastre de un narrador endiosado y anacrónico.

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